El intestino poroso o “leaky-gut”

La pared intestinal tiene una estructura compleja. Está tapizada por una única capa de células rectangulares llamadas enterocitos. Estas células están unidas entre sí por las proteínas llamadas “tight junctions” en inglés o “uniones estrechas” que se encuentran en sus paredes laterales y son impermeables al paso de sustancias, a no ser que los enterocitos “autoricen” su apertura. Así, la mayoría de sustancias que absorbemos pasan a través de estas células para entrar en nuestro cuerpo, y no entre ellas, lo cual permite un mejor control de lo que pasa y lo que no. Estas células además tienen un “borde en cepillo” en la parte superior (la parte que da hacia la luz intestinal), que son unos pelitos llamados microvellosidades que les permiten absorber numerosas sustancias de manera muy eficaz. También, en la superficie de las microvellosidades, se encuentran ciertas enzimas que ayudan a terminar de digerir los alimentos, cuya digestión empezó en la luz del estómago o del intestino gracias a los jugos gástricos o pancreáticos, que son unos líquidos cargados de enzimas digestivas que se liberan cuando comemos. Un ejemplo de esto es la lactosa, el azúcar contenido en los productos lácteos, que se digiere a nivel de las microvellosidades intestinales gracias a una enzima llamada lactasa, y cuyo déficit puede producir la famosa intolerancia a la lactosa. Cuando hay una inflamación crónica en la pared intestinal, los enterocitos pueden morir o perder las microvellosidades, y eso puede favorecer la malabsorción, las malas digestiones o incluso las intolerancias (por ejemplo, la intolerancia a la lactosa puede ser genética si falta el gen que codifica la lactasa, o puede ser adquirida por una excesiva inflamación intestinal crónica). Asimismo, se pueden abrir “poros” entre las células por pérdida o por mala función de las uniones estrechas, de tal manera que se pierde la impermeabilidad de estas uniones. También hay moléculas como la gliadina del gluten (su parte no soluble en agua) que tienen la capacidad de unirse directamente a las uniones estrechas y abrirlas. De esta manera, aunque no exista inflamación, estos alimentos pueden producir porosidad intestinal “per se”. La porosidad intestinal permite que algunas sustancias que normalmente deberían quedarse en la luz intestinal y no penetrar en nuestro organismo, como tóxicos o trozos de la pared de algunas bacterias intestinales llamados lipopolisacáridos, pasen la barrera intestinal sin ningún tipo de control por parte de los enterocitos. Así, estas sustancias provocan directamente una reacción inflamatoria local o pasan incluso a la sangre provocando una inflamación a distancia. Por ejemplo, los lipopolisacáridos pueden atravesar la barrera hematoencefálica, llegar al cerebro y provocar neuroinflamación (inflamación del sistema nervioso central). Se cree que este es uno de los mecanismos que favorecen la aparición de alteraciones del neurodesarrollo en los niños, como el autismo por ejemplo, o de enfermedades neurodegenerativas como el Parkinson o el Alzheimer en los adultos.

 

Las lectinas

Los seres humanos hemos sido animales omnívoros desde hace mucho tiempo. A lo largo de la evolución, nuestro sistema digestivo se ha especializado en digerir y asimilar muchas plantas verdes, frutos salvajes (bayas y frutos secos, sobre todo) y productos de origen animal (carne, huevos y pescado), pues estos alimentos eran lo que principalmente podíamos recolectar o cazar. Durante millones de años nuestro sistema digestivo ha tenido muy poco contacto con los cereales o las plantas leguminosas. Si bien a veces encontrábamos cereales o legumbres “salvajes” que comíamos, no eran, ni de lejos, nuestra principal fuente de alimento. Sin embargo, llegada la revolución neolítica, donde el hombre aprendió a cultivar la tierra y a domesticar animales, nuestro estilo de alimentación cambió por completo. De esto hace unos 8.000 o 10.000 años más o menos. A partir de ese momento, el consumo de cereales y harinas de cereales se incrementó de manera drástica, y en menor medida el de las legumbres, pues eran alimentos que podían conservarse fácilmente. Y desde entonces, esto no ha hecho más que aumentar. Nuestro sistema digestivo, a pesar de su capacidad de adaptación y su flexibilidad, no ha tenido la posibilidad de adaptarse a un cambio tan drástico en tan poco tiempo (sí, sí, 10 000 años es muy poco tiempo en la historia de la evolución). Por ello, el consumo excesivo de estos alimentos ha supuesto un “estrés” para nuestro intestino y para sus guardianes, las células del sistema inmunitario. 

     Una de las razones por la que los cereales y las legumbres favorecen la inflamación es la presencia de unas sustancias llamadas “lectinas”. Las lectinas son unas proteínas presentes en muchas plantas. La mayoría de los cereales salvo el arroz, el mijo, el teff y poco más las contienen. De hecho, el gluten es un tipo de lectina, aunque otros cereales sin gluten, como el maíz o la avena, contienen otro tipo de lectinas similares. Todas las leguminosas también las contienen, y las plantas solanáceas como el tomate, la patata o la berenjena. Las lectinas son unas sustancias químicas que permiten a las plantas defenderse de sus depredadores, pues éstas no tienen garras ni dientes como los animales, ni pueden huir cuando son atacadas. Por un lado, producen una cierta toxicidad y provocan inflamación intestinal, por lo que muchos animales e insectos evitan comerlas. Por otro lado, las lectinas permiten a las plantas sobrevivir, favoreciendo la expansión de sus semillas, pues a menudo el intestino animal no tiene mecanismos para digerirlas. Así, la semilla ingerida por un animal atravesará su tubo digestivo y saldrá intacta por las heces unas horas más tarde, mientras que el animal se habrá desplazado probablemente. De esta manera la semilla será “plantada” en otro lugar, rodeada de un estupendo fertilizante que son las heces. Las lectinas son, por lo tanto, una forma de defensa muy astuta y eficaz por parte de las plantas. En pequeñas dosis, no suponen un problema para nuestro organismo, pues nuestro tubo digestivo puede tolerarlas. Pero el problema viene cuando ingerimos demasiadas. Y esto es lo que ha ocurrido cada vez más.       Desde la invención de la agricultura a nuestros días, el consumo de alimentos cargados de lectinas ha aumentado mucho, y en especial desde mediados del siglo XX. No hay que olvidar que, allá por los años 60-70, las autoridades sanitarias comenzaron a recomendar el consumo de cereales, leche, queso, margarina y patatas como base de nuestra alimentación. Estas recomendaciones se transformaron más tarde en la famosa “pirámide nutricional”, aparecida inicialmente en Suecia en 1974 y exportada posteriormente al resto del mundo, que recomendaba el porcentaje de cada tipo de alimento que debíamos ingerir para gozar de una buena salud. Según esta pirámide nutricional, que variaba poco de país a país, en la base de nuestra alimentación debían figurar productos como los cereales, el pan, el arroz, la pasta o los productos lácteos. Hoy en día, estas recomendaciones han sido más que contestadas por muchos científicos, incluso se ha demostrado el efecto nocivo para la salud del alto consumo de hidratos de carbono y su relación con múltiples enfermedades crónicas como la diabetes o la enfermedad cardiovascular. Sin embargo, esta manera de alimentarse se ha instaurado en las sociedades occidentales y la mayoría de la gente sigue pensando hoy que una alimentación sana consiste en comer así. Con esto no quiero decir que no haya que ingerir estos alimentos, pero se debe hacer con moderación, y preferiblemente, sabiendo cómo prepararlos para poder inactivar parte del efecto de sus antinutrientes.