El intestino poroso o “leaky-gut”

La pared intestinal tiene una estructura compleja. Está tapizada por una única capa de células rectangulares llamadas enterocitos. (Figura 15). Estas células están unidas entre sí por las proteínas llamadas “tight junctions” en inglés o “uniones estrechas” que se encuentran en sus paredes laterales y son impermeables al paso de sustancias, a no ser que los enterocitos “autoricen” su apertura. Así, la mayoría de sustancias que absorbemos pasan a través de estas células para entrar en nuestro cuerpo, y no entre ellas, lo cual permite un mejor control de lo que pasa y lo que no. Estas células además tienen un “borde en cepillo” en la parte superior (la parte que da hacia la luz intestinal), que son unos pelitos llamados microvellosidades que les permiten absorber numerosas sustancias de manera muy eficaz. También, en la superficie de las microvellosidades, se encuentran ciertas enzimas que ayudan a terminar de digerir los alimentos, cuya digestión empezó en la luz del estómago o del intestino gracias a los jugos gástricos o pancreáticos, que son unos líquidos cargados de enzimas digestivas que se liberan cuando comemos. Un ejemplo de esto es la lactosa, el azúcar contenido en los productos lácteos, que se digiere a nivel de las microvellosidades intestinales gracias a una enzima llamada lactasa, y cuyo déficit puede producir la famosa intolerancia a la lactosa. Cuando hay una inflamación crónica en la pared intestinal, los enterocitos pueden morir o perder las microvellosidades, y eso puede favorecer la malabsorción, las malas digestiones o incluso las intolerancias (por ejemplo, la intolerancia a la lactosa puede ser genética si falta el gen que codifica la lactasa, o puede ser adquirida por una excesiva inflamación intestinal crónica). Asimismo, se pueden abrir “poros” entre las células por pérdida o por mala función de las uniones estrechas, de tal manera que se pierde la impermeabilidad de estas uniones. También hay moléculas como la gliadina del gluten (su parte no soluble en agua) que tienen la capacidad de unirse directamente a las uniones estrechas y abrirlas. De esta manera, aunque no exista inflamación, estos alimentos pueden producir porosidad intestinal “per se”. La porosidad intestinal permite que algunas sustancias que normalmente deberían quedarse en la luz intestinal y no penetrar en nuestro organismo, como tóxicos o trozos de la pared de algunas bacterias intestinales llamados lipopolisacáridos, pasen la barrera intestinal sin ningún tipo de control por parte de los enterocitos. Así, estas sustancias provocan directamente una reacción inflamatoria local o pasan incluso a la sangre provocando una inflamación a distancia. Por ejemplo, los lipopolisacáridos pueden atravesar la barrera hematoencefálica, llegar al cerebro y provocar neuroinflamación (inflamación del sistema nervioso central). Se cree que este es uno de los mecanismos que favorecen la aparición de alteraciones del neurodesarrollo en los niños, como el autismo por ejemplo, o de enfermedades neurodegenerativas como el Parkinson o el Alzheimer en los adultos.

Alimentos proinflamatorios

Sabemos que algunos alimentos tienen de por sí el poder de inflamar la pared intestinal, pues el sistema inmunitario los reconoce como “agentes extraños” y evita que atraviesen la barrera intestinal, mientras que otros sólo inflaman el intestino si son mal digeridos.

     Algunos ejemplos de alimentos proinflamatorios son los cereales que contienen gluten u otro tipo de lectinas, de las que luego hablaremos, los lácteos y los alimentos que contienen ácidos grasos omega 6 (la mayoría de las semillas y sus aceites, los cereales, etc.). Cuando hablamos de una alergia alimentaria, nos referimos a una reacción inmunitaria producida por el contacto con ciertas sustancias de los alimentos, mediada directamente por las células del sistema inmunitario o por los anticuerpos tipo IgE, en la que se liberan citoquinas proinflamatorias y otras sustancias y se pone en marcha una verdadera reacción inflamatoria que puede llegar a ser muy peligrosa. Cuando nos referimos a una intolerancia alimentaria, sin embargo, en principio suele tratarse de una reacción no específica del sistema digestivo, no mediada por la inmunidad, por déficits a nivel de algunas enzimas de la digestión o por alteraciones en la microbiota que impiden una buena metabolización de algunas sustancias ingeridas. Aunque en este caso no hay una activación directa del sistema inmunitario intestinal, la realidad es que la presencia de sustancias mal digeridas y una alteración de la microbiota local, en la práctica, acabará muy probablemente provocando un estado de inflamación a nivel intestinal. La activación excesiva de las células inmunitarias intestinales va a hacer que éstas se pongan a fabricar de manera masiva unas moléculas llamadas citoquinas proinflamatorias, que se liberan a la circulación sanguínea y sirven para atraer más células inmunitarias a la zona inflamada (es como si las células “pidieran refuerzos” a otras unidades del sistema inmunitario). Así, las citoquinas servirán para aumentar la respuesta inflamatoria local. Si la exposición a la sustancia que ha provocado la inflamación persiste, por ejemplo, si comemos cada día un alimento que no toleramos bien, esta inflamación local puede hacerse crónica, aunque no se trate de una alergia. Así, si la pared intestinal está inflamada, sus células, llamadas enterocitos, que participan activamente en la digestión, no realizarán correctamente su función y por ello, el procesamiento y digestión de aquellas sustancias que se produce a nivel de estos enterocitos se verán alterados. También, la absorción desde el intestino de numerosas sustancias beneficiosas será menos eficiente, pudiendo dar lugar a ciertos déficits nutricionales. (Figura 14). Además, ciertas moléculas como el gluten o la caseína de la leche son muy similares a algunas moléculas de la superficie de nuestras células, como las células de la glándula tiroidea por ejemplo. Así, si nuestro sistema inmunitario reacciona ante estas sustancias, se puede producir por error una reacción autoinmune hacia nuestras propias células y provocar enfermedades como la tiroiditis autoinmune.

Los ácidos grasos poliinsaturados (omega 3 y omega 6)

 El actual sobreconsumo de cereales y semillas en general en nuestra dieta conlleva un problema: la presencia en estos alimentos de abundantes ácidos grasos omega 6. Los omega 6 son un tipo de grasas poliinsaturadas que, aunque son importantes en pequeña cantidad para nuestro cuerpo, tienen carácter proinflamatorio si se consumen en grandes cantidades. Los ácidos grasos omega 3, de los que ya has oído hablar seguramente, que están presentes principalmente en el pescado (sobre todo el pescado azul) y otros animales marinos, en algunas algas, así como en ciertas semillas como el lino, la chía o las nueces, son otro tipo de grasas poliinsaturadas esenciales para nuestro organismo, pues no somos capaces de fabricarlos. Estos ácidos grasos, entre otras muchas funciones, como mejorar nuestra capacidad cognitiva por actuar positivamente en nuestro sistema nervioso central, tienen un gran poder antiinflamatorio y contrarrestan el efecto de los omega 6. 

     Existe el llamado “ratio omega 3-omega 6”, que es la relación entre los ácidos grasos omega 3 y omega 6 que ingerimos, y que determina si se produce o no inflamación. Normalmente, la relación debería ser de 1:1 o poco más, siendo tolerable hasta una relación de 1:5 más o menos (ingerir cinco veces más de omega 6 que de omega 3). Éste es el ratio que solían tener nuestros antepasados. Sin embargo, hoy en día, debido a nuestra alimentación moderna, este ratio es habitualmente de 1:15 o incluso de 1:20 (ingerir hasta 20 veces más de omega 6 que de omega 3). De esta manera, los omega 3 no tienen la suficiente capacidad de contrarrestar el efecto de los omega 6, y la “balanza” de la inflamación se inclina hacia un estado proinflamatorio de nuestro organismo. 

     Además, existe el agravante de la industrialización de la alimentación moderna. Cada vez comemos más comida procesada, que es muy rica en omega 6. En especial, los aceites utilizados para cocinar todos estos procesados, que suelen ser aceites de semillas, como el aceite de girasol, por ejemplo, cuyo contenido en omega 6 es altísimo comparado con aceites mucho más sanos como el aceite de oliva, el de aguacate o el de coco, que contienen poco. El problema es difícil de solucionar, pues se encuentra a varios niveles. Por un lado, está la cuestión del precio, generalmente relacionado con el tipo de prensado que se utiliza para la extracción del aceite. Los aceites de semillas suelen ser más baratos, sobre todo si se obtienen por métodos de extracción por calor. El prensado en caliente da mucha más cantidad de aceite que el prensado en frío, mientras que la extracción del aceite de oliva virgen suele ser por métodos de prensado en frío, lo que encarece mucho el producto. Esto hace que la industria alimentaria no se plantee ni de lejos utilizar aceites de mejor calidad en sus productos, pues los encarecería mucho y los haría mucho menos competitivos. Ocurre lo mismo en nuestros hogares, pues mucha gente utiliza este tipo de aceites al ser más baratos, a pesar de que recientemente el aceite de girasol se ha encarecido bastante. Por otro lado, además del alto contenido en omega 6 que estos aceites tienen de por sí, con gran poder proinflamatorio, hay que sumar el efecto aún más nocivo para nuestra salud que tiene en sí el proceso de extracción por calor y la utilización de estos aceites a alta temperatura (bollería por ejemplo), pues los ácidos grasos poliinsaturados (omega 3 y omega 6) son muy sensibles al calor. Cuando se calientan, estas grasas cambian su configuración química y pasan de ser grasas “cis” a grasas “trans”, es como si la molécula se torsionase (figura 17). De esta manera, las grasas trans tienen mucho más poder proinflamatorio y prooxidante que las grasas cis, y favorecen el aumento del colesterol LDL y VLDL (colesterol “malo”). Así, aunque se trate de una semilla con alto contenido en omega 3, como puede ser el lino, por ejemplo, el método de extracción altera estos ácidos grasos y los hace mucho menos sanos si se trata de una extracción con calor. Por ello, desde el punto de vista de nuestra salud no es lo mismo tomar semillas de lino molidas que tomar directamente o cocinar con aceite de lino, por ejemplo. Como ya he mencionado, a la exposición al calor que se produce durante la extracción del aceite le sumamos a menudo una nueva exposición posterior a altas temperaturas durante el cocinado. Si a esto le añadimos una mala conservación (pues estos aceites deben protegerse de la luz y preferiblemente mantenerse en nevera, cosa que casi nunca se hace), la alteración de las grasas poliinsaturadas que contienen está garantizada y, por ende, la inflamación. 

     Quiero aclarar por último la diferencia que existe entre los ácidos grasos omega 3 de origen vegetal (ALA) y de origen animal (EPA y DHA). Estos últimos son los realmente útiles para nuestro organismo, pues son los que verdaderamente tienen un efecto inmunorregulador, principalmente antiinflamatorio. Una vez ingerido, ALA debe transformarse en nuestro cuerpo en EPA y posteriormente en DHA. La tasa de conversión varía de persona a persona, pero en general no supera el 10%. Por ello, gran parte de los omega 3 vegetales que ingerimos no llegan nunca a convertirse en moléculas activas en nuestro organismo. Así, una persona que sólo consuma productos de origen vegetal, aunque tenga una ingesta elevada de alimentos ricos en omega 3 ALA, probablemente no llegue a alcanzar las cantidades mínimas de DHA y EPA que nuestro cuerpo requiere. Es por esta razón que la suplementación en EPA y DHA es muy recomendable para personas que siguen este tipo de dietas.

Las lectinas

Los seres humanos hemos sido animales omnívoros desde hace mucho tiempo. A lo largo de la evolución, nuestro sistema digestivo se ha especializado en digerir y asimilar muchas plantas verdes, frutos salvajes (bayas y frutos secos, sobre todo) y productos de origen animal (carne, huevos y pescado), pues estos alimentos eran lo que principalmente podíamos recolectar o cazar. Durante millones de años nuestro sistema digestivo ha tenido muy poco contacto con los cereales o las plantas leguminosas. Si bien a veces encontrábamos cereales o legumbres “salvajes” que comíamos, no eran, ni de lejos, nuestra principal fuente de alimento. Sin embargo, llegada la revolución neolítica, donde el hombre aprendió a cultivar la tierra y a domesticar animales, nuestro estilo de alimentación cambió por completo. De esto hace unos 8.000 o 10.000 años más o menos. A partir de ese momento, el consumo de cereales y harinas de cereales se incrementó de manera drástica, y en menor medida el de las legumbres, pues eran alimentos que podían conservarse fácilmente. Y desde entonces, esto no ha hecho más que aumentar. Nuestro sistema digestivo, a pesar de su capacidad de adaptación y su flexibilidad, no ha tenido la posibilidad de adaptarse a un cambio tan drástico en tan poco tiempo (sí, sí, 10 000 años es muy poco tiempo en la historia de la evolución). Por ello, el consumo excesivo de estos alimentos ha supuesto un “estrés” para nuestro intestino y para sus guardianes, las células del sistema inmunitario. 

     Una de las razones por la que los cereales y las legumbres favorecen la inflamación es la presencia de unas sustancias llamadas “lectinas”. Las lectinas son unas proteínas presentes en muchas plantas. La mayoría de los cereales salvo el arroz, el mijo, el teff y poco más las contienen. De hecho, el gluten es un tipo de lectina, aunque otros cereales sin gluten, como el maíz o la avena, contienen otro tipo de lectinas similares. Todas las leguminosas también las contienen, y las plantas solanáceas como el tomate, la patata o la berenjena. Las lectinas son unas sustancias químicas que permiten a las plantas defenderse de sus depredadores, pues éstas no tienen garras ni dientes como los animales, ni pueden huir cuando son atacadas. Por un lado, producen una cierta toxicidad y provocan inflamación intestinal, por lo que muchos animales e insectos evitan comerlas. Por otro lado, las lectinas permiten a las plantas sobrevivir, favoreciendo la expansión de sus semillas, pues a menudo el intestino animal no tiene mecanismos para digerirlas. Así, la semilla ingerida por un animal atravesará su tubo digestivo y saldrá intacta por las heces unas horas más tarde, mientras que el animal se habrá desplazado probablemente. De esta manera la semilla será “plantada” en otro lugar, rodeada de un estupendo fertilizante que son las heces. Las lectinas son, por lo tanto, una forma de defensa muy astuta y eficaz por parte de las plantas. En pequeñas dosis, no suponen un problema para nuestro organismo, pues nuestro tubo digestivo puede tolerarlas. Pero el problema viene cuando ingerimos demasiadas. Y esto es lo que ha ocurrido cada vez más.       Desde la invención de la agricultura a nuestros días, el consumo de alimentos cargados de lectinas ha aumentado mucho, y en especial desde mediados del siglo XX. No hay que olvidar que, allá por los años 60-70, las autoridades sanitarias comenzaron a recomendar el consumo de cereales, leche, queso, margarina y patatas como base de nuestra alimentación. Estas recomendaciones se transformaron más tarde en la famosa “pirámide nutricional”, aparecida inicialmente en Suecia en 1974 y exportada posteriormente al resto del mundo, que recomendaba el porcentaje de cada tipo de alimento que debíamos ingerir para gozar de una buena salud. Según esta pirámide nutricional, que variaba poco de país a país, en la base de nuestra alimentación debían figurar productos como los cereales, el pan, el arroz, la pasta o los productos lácteos. Hoy en día, estas recomendaciones han sido más que contestadas por muchos científicos, incluso se ha demostrado el efecto nocivo para la salud del alto consumo de hidratos de carbono y su relación con múltiples enfermedades crónicas como la diabetes o la enfermedad cardiovascular. Sin embargo, esta manera de alimentarse se ha instaurado en las sociedades occidentales y la mayoría de la gente sigue pensando hoy que una alimentación sana consiste en comer así. Con esto no quiero decir que no haya que ingerir estos alimentos, pero se debe hacer con moderación, y preferiblemente, sabiendo cómo prepararlos para poder inactivar parte del efecto de sus antinutrientes.